"Nada tan peligroso para el cojudo, como tropezarse con un pendejo"
escena i

A finales de enero, un grupo de amigos salimos a rutear en bici como casi todos los fines de semana. El destino era algún punto del sur chico. 

Sábado en la mañana, el día anterior había jugado la selección peruana de fútbol (un detalle que tendrá sentido líneas más abajo), y era tal vez por eso, que encontrábamos extrañamente movida la carretera. Los ánimos y la buena vibra que se funden en nuestras salidas, marcaban la pauta en la ruta. Sería una salida espectacular, como todas las que hacemos cuando vamos juntos.

Bien cadenciados y ordenados, vamos dominando la Panamericana Sur. Por momentos nos pican los pies y empezamos a subir el ritmo, cada pendiente y falso plano tratan de bajarnos las revoluciones, y en algunos casos, lo logran.

Llega la primera gran pendiente a la altura de Punta Negra, y vamos quedando rezagados del pelotón, mi amigo y yo. Casi al final de la pendiente logro rebasarlo, cuando de pronto escucho el sonido de fierros contra el pavimento que instintivamente me hacen voltear la cabeza. La imagen no fue nada agradable. Mi amigo caía al suelo y era arrollado por una moto que zigzagueaba sin parar y que solo pudo ser detenida por la buena voluntad de un conductor que fue testigo del accidente y que decidió cerrarla para impedir la fuga. Mi reacción inmediata fue socorrer a mi amigo que, tendido en el piso, no paraba de quejarse de dolor.

Los protagonistas del accidente: un par de borrachos en moto, que venían de celebrar el triunfo de Perú, y que no podían ni hablar, ni mucho menos quedarse en pie sin la ayuda del uno y el otro.

El conductor que los cerró, automáticamente bajó de su auto, quitó las llaves de la moto y mirando con indignación al borracho, le dijo: “Tú no te vas a ningún lado”, y le entregó la llave a uno de los compañeros del grupo. De no ser por él, estaríamos hablando de un accidente sin responsables.

Mi amigo fue trasladado a una clínica cercana. En la ambulancia, no dejaba de retorcerse de dolor y yo no podía demostrarle cómo me quebraba el verlo así, pensando lo peor.

Finalmente, tuvieron que ponerle clavos en una de las vértebras lumbares que la llanta delantera de la moto presionó. Luego de 3 meses, aún sigue en recuperación. Han sido meses de tensión esperando que no queden secuelas. Meses de preocupación para su familia y sus amigos. Meses sin poder hacer una vida normal. 

Hace una semana, recién pudo volver a cargar a su pequeña hija de 4 años, y me emocioné como si se tratara de un logro personal.

Un final ¿feliz?, pues no necesariamente. Los dos borrachos están libres, sin haber pagado ni un sol y con la convicción de no hacerlo. Mi amigo no quiso quedarse de brazos cruzados y tomó acciones legales. Sin embargo, pese al tiempo perdido y el dinero invertido, tanto en la clínica como en los procesos legales, no hay justicia.

escena ii

Desde hace unos meses, dejé de formar parte de la PEA nuevamente, y como el dinero no cae del cielo, decidí volver a ponerme tras el volante haciendo Uber.

Los tiempos han cambiado. En mi primera incursión, hace un par de años, parecía ser una opción aceptable. Hoy, resulta ser totalmente inviable. Solo aguanté una semana. No solo porque económicamente no funciona, sino porque la calle es una zona de guerra.

Bocinas violentamente innecesarias, conductores dispuestos a destrozar sus autos con tal de pasar primero entre cruces intempestivos e insultos gratuitos. Me rehuso y decido no formar parte de ese infierno que, como un virus, se te pega, te contagia y contamina. 

Desisto. No podemos pretender buscar una solución a un problema que no quiere ser resuelto. Simplemente no le interesa ser resuelto.

Durante una semana, busqué poner mi mejor cara (o la que la mascarilla me dejara mostrar) a cada pasajero que llevé. Pero hasta ellos han cambiado. Y es que esta pandemia ha impregnado en cada uno de nosotros, un gramo más de ese individualismo que nos separa y nos golpea como sociedad.

La calle es un “ampay me salvo”. Solo basta quedarse unos minutos en la esquina de un semáforo para darse cuenta. La empatía no tiene lugar, es más, está proscrita. Desde el momento que tocas la bocina al de adelante cuando recién cambia el semáforo de rojo a verde, hasta cuando no le das pase al peatón o al ciclista. Desde que aprueban una norma absurda para los ciclistas, que solo los deja menos protegidos y más expuestos. Una norma que solo empodera a los autos y los hace sentirse con más derechos que cualquiera.

El sentido común no tiene cabida desde que decides ponerle multa a un ciclista por no tener luces, pero no la pones por no llevar casco; y desde el momento que decides imponer ordenanzas que atentan contra el libre tránsito. 

Definitivamente, las calles de Lima son el monumento a lo absurdo, en donde los conceptos de justicia y empatía son solo un mal chiste.

escena iii

El último martes, como casi todos los martes, salimos en grupo a hacer nuestra ruta habitual por toda la Costa Verde en bicicleta. Debo confesar que dudé levantarme temprano. El frío de la madrugada me estaba convenciendo a quedarme bajo las sábanas, pero mis ganas de estar sobre la bici fueron más fuertes.

Son las 5:30 am, ya estamos todos juntos y empezamos la ruta desde Chorrillos. El pelotón es pequeño pero ordenado. Primera pendiente superada, pasamos Balta sin problemas. Me siento motivado para vencer a mi Talón de Aquiles: la subida de Productores, a la altura del Lugar de la Memoria. 

Vamos llegando a la punta de la pendiente y, al igual que mi amigo en la Panamericana Sur, se repite la historia. Siento el golpe por detrás con tanta fuerza que, por décimas de segundo, todo se queda en silencio en mi cabeza. Un silencio que solo estuvo acompañado de la imagen del cielo, negro aún. 

Durante esos segundos eternos, luego de dar contra el parabrisas del auto, el vacío se apodera de mi cuerpo, no siento, no peso. El golpe en el piso me trae de vuelta a la realidad. Las luces enceguecedoras del auto, alumbran la escena en la que veo mi bicicleta hecha pedazos y a mis compañeros evitando que el auto se vaya. Todo pasa muy rápido. Me levanto y solo veo partir al infeliz que, sonriendo, indolente, pasa por mi lado y se va.

Luego de revisar que estuviera entero, me toca subir hacia el Estadio Bonilla con mi bici al hombro, destrozada, así como mis ilusiones de continuar en el ciclismo.

Llego a mi casa y con la adrenalina en sus niveles normales, siento mi cabeza explotar. Reviso mi casco y me agradezco por haber invertido en uno bueno. Terminó quebrado, inservible. Murió en batalla cumpliendo su labor. Pudo ser peor.

Decido ir a la clínica por precaución: tomografías y rayos X sin problemas. Solo raspones en los brazos, espalda y piernas; pero con la motivación golpeada. 

Sabiendo desde el principio que sería una lucha que no ganaría, voy a la comisaría para sentar la infructífera denuncia que solo sirve para la estadística y que no resuelve nada.

Logro dar con el responsable del accidente, un señor mayor de voz aguardentosa, que no podía ni hilar una frase completa. Un criollo de antaño, de esos que crecieron pensando que el mundo es de los vivos, de los pendejos, precursores de la cultura de Sofocleto, de esa que está convencida que se puede vivir de los cojudos. Un total impresentable.

Sabiendo que el “debido proceso” no hará más que dilatar las cosas sin encontrar culpables, me ofrece, como si se tratara de un favor, una suma ridícula para pagar en cómodas cuotas cabeceables. Nunca hubo una disculpa por haber huido cobardemente. Nunca hubo un reconocimiento del error. Al contrario, su más acertado argumento fue: “qué hacen a esa hora por la Costa Verde”. Simplemente, sin comentarios.

Esta es mi catarsis en 3 escenas con una misma conclusión: “La empatía no existe en este país, al menos no en la calle; y con dinero o sin él, la justicia no funciona”.

Siempre hemos escuchado ese estribillo: “La justicia solo es para los ricos”, “la justicia solo es para quien tiene plata”. Hoy, puedo refutar esas frases con total conocimiento de causa. Mi amigo, teniendo cómo, no la consigue aún. Yo, sin tener, mucho menos la veré.

Por lo tanto, la justicia no es para los ricos, ni para los pobres. La justicia en este país, es una utopía, simplemente una broma kafkiana que solo favorece al más pendejo.